miércoles, 28 de mayo de 2008

Crónicas de un Regreso

*Primer cuento publicado en nuestro blog. Pertenece a un alumno de la Matte.

Es el último domingo de Febrero. Cientos de luces rojas hacia delante y cientos de luces blancas hacia atrás. Termina un nuevo verano. Me encuentro con una nostalgia infinita. No sé si la nostalgia es una debilidad o una fortaleza, pero la siento con mucha intensidad, es como si miles de recuerdos se hicieran una sola cosa y se instalaran en mi interior y este sentimiento me obligara a mirar mi pasado como un tiempo perdido imposible de recobrar, y también me hiciera mirar mi futuro como un tiempo que nunca será mejor que el que acaba de pasar.

Mi papá maneja en silencio cambiando la radio. Mi mamá le pide que la deje en una canción que Marco Antonio Solís está tocando en vivo en la Quinta Vergara. No me gusta esta especie de romanticón evangélico, pero este tema en particular que suena no hace más que ahondar el vacío que se apodera de mí en este momento. Mi hermana chica va durmiendo a mi lado. No sé si ellos sienten lo mismo que yo, o quizás su día a día les gusta y eso les permita mirar el mes que estuvimos en la playa como bonito recuerdo sin tener la desgracia (o gracia) de caer en una nostalgia que se transforma en una herida no fácil de curar.

Este fue mi último verano como escolar, este año tengo que preparar la prueba y pensar que quiero estudiar, ya habrá tiempo para eso. Ahora solo quiero sumergirme en los recuerdos que se agolpan uno tras otro y que no me dan otra opción más que tomarlos en cuenta y acogerlos como un amante acoge a su amada: sin preguntarle nada, solo la acoge en sus brazos.

Busco la luna pero no la encuentro. En una especie de carrera los autos se adelantan unos a otros. Es como si ya todos tuvieran asumido el fin de sus vacaciones y el retorno a su mundo, mundo del estrés y de lo cotidiano. Ahora todos quieren regresar, todos quieren olvidar. Pero yo no puedo, y no sé si algún día podré olvidar, y olvidarla.
Mi papá se aburre de Solís y continúa con su rutina del zapping. Con la tele es lo mismo, no se detiene en ningún canal, solo zapea. Es para volver loco a cualquiera. Como si fuera algo normal se detiene en un tema de los Rollings, y alcanzo a percibir una mueca de satisfacción en su cara, o sea le gusta. Suena lo que para mi fue el hit del verano. Qué recuerdos. Casi me dan ganas de llorar. Todo terminó. Todo tiene que terminar, pero igual no me gusta que termine. Nunca hubiera pensado que a mi papá le gustaban los Rollings. De repente me doy cuenta que quizás en cuantas otras cosas más no conozco a mi papá, ni a mi mamá, ni a mi hermana. A pesar de que llevamos toda una vida juntos no nos conocemos, no los conozco. A pesar de que nos llevamos bien y vivimos nuestra intimidad todos los días, no los conozco. Este pensamiento aumenta mi pena, aumenta mi soledad. Eso es, me siento infinitamente solo, solo en la oscuridad de esta carretera, en donde van todos desenfrenados en la carrera hacia la rutina. Pero yo no puedo, no puedo irme de mi verano, no puedo perderlo, estaría perdiendo lo más íntimo de mi ser. Pero todo termina…

De un momento a otro me da la impresión de que solo he visto a mi familia a través de mis prejuicios. Los veo como una imagen, y que no he sido capaz de verlos tal como son. Solo juicios. Me surge un cariño especial y profundo hacia ellos. Me gustaría no perderlos nunca, pero el momento de la partida ocurre en el momento menos esperado.
Llevamos una hora de viaje y mi cabeza no se detiene, no quiere detenerse, está funcionando más lúcida que nunca.

A la izquierda y detrás de unas montañas aparece la blanca luz de la luna, es como si primero avisara su llegada para luego hacer su entrada triunfal. Y se lo merece, es la reina de la noche, es nuestra eterna compañera, es nuestra amistosa consejera.
Acabamos de pasar el primer peaje. Una locura. Cientos de autos. Todos intentan colocarse en la fila más corta. Cuando nos detenemos miro hacia los lados con la secreta esperanza de que en algún auto vaya ella. Solo esperanzas.

Cuando la conocí fue un momento muy mágico. Era en la tarde y no había nadie bañándose en el mar, en toda la playa. Igual la playa no es tan grande pero era raro que fuéramos los únicos en el agua. Y sin previo aviso vino una ola muy grande, había que capearla. Alcancé a llegar y lo primero que hice fue ver qué había pasado con ella, también llegó. Luego vino otra y otra. Fue muy cansador porque la única opción era llegar antes que la ola reventara para no ser revolcado con violencia, y tampoco tuve el tiempo de ocuparme de ella, si de preocuparme, pero de nada sirve. Cuando terminaron las olas grandes pude salir y me encuentro con ella que estaba agotada sentada en la orilla. Me senté a su lado y por un momento solo descansamos mirando el mar, que ya estaba bastante tranquilo, como si nunca hubieran estado las olas que acabamos de capear. Por un largo rato nos mantuvimos en silencio, un silencio que no era incómodo, un silencio que era parte de la magia del atardecer que comenzaba a teñir de naranja las nubes en el horizonte.

La luna aparece, está casi llena. De inmediato me siento menos solo. Nunca deja de estar. Mi hermana despierta y casi de manera automática se coloca su mp3. Es como si siguiera durmiendo. Quizás también tenga la nostalgia por los días que ya no volverán. Ese zapping, que ya no me molesta, mi mamá lo vuelve a detener en Solís. Y sí, algo tiene, sus canciones tienen un dejo de nostalgia, es como una nostalgia popular, una nostalgia masiva. No como la que yo siento, que es solo mía.

Esa mirada aparece una y otra vez frente a mí. No sé, quizás la olvide mañana o pasado, o quizás no pueda olvidarla ni en diez años.

Una noche fuimos a mirar las estrellas a las rocas. En un momento nos abrazamos. Le quise dar un beso, pero me dijo que solo si nos poníamos a pololear. Yo sabía que para ella eso nunca había sido un requisito para darle un beso a alguien. Pero para mi si, me lo estaba exigiendo, y a mi me gustaba mucho, es como si me hubiera gustado desde siempre, como si hubiera sido la única mujer que me ha gustado y que me iba a gustar en toda mi vida. Darle un beso hacía que nuestra relación fuera distinta. Ponerse a pololear hacía que nuestra relación fuera aún más distinta.

Entramos a la ciudad, lleno de luces. Se pierde la noche, pero la luna esta ahí, con menos importancia, como si cientos de luces quisieran opacarla, pero está ahí, en lo alto, en lo profundo, en lo profundo de la oscuridad. Se desarma la caravana que nos acompañó durante la carretera, ya había alcanzado a reconocer varios autos durante el viaje, eran como vecinos. Cada uno se desviaba para su destino, pasamos a ser parte de la ciudad, ya nadie sabía que veníamos de nuestras vacaciones. En la carretera uno sabía que el de al lado también venía terminando el verano, y cabía la posibilidad de que también estuviera siendo víctima de sus recuerdos. Era como si viniéramos todos en la misma y eso generaba una especie de empatía. Pero ahora no. Éramos uno más dentro de la ciudad.

La noche avanza y el viaje termina. Mañana todo será diferente. Quizás mañana ella deje de existir o quizás mañana ella me esté volviendo loco sin quererse ir. Vuelvo con nuevos recuerdos y con nueva familia. Vuelvo solo, aunque nadie se de cuenta, vuelvo triste, vuelvo con una nostalgia que está arraigada en lo más profundo de mi ser. Vuelvo de un tiempo al cual nunca más podré volver.

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